martes, 22 de marzo de 2011

El hombre de los patucos morados - PARTE V

Un resplandor morado avanzaba rápidamente por las calles de la capital dejando tras de sí un rastro de nada en especial. Una rastro tan solo. Uno cualquiera. Parecía tener un rumbo fijo, un destino claro. Todo apariencia. El hombre de los patucos morados callejeaba sin ton ni son con la esperanza de que un capricho del destino o de algún chivato le ayudase a dar con Eulogia. La última vez la vio en la parada de taxis subiéndose a uno. Perdió el rastro.

Un zumo de naranja de un litro era lo único que le mantenía contento. Le encantaba el zumo de tetrabrik. Paseó por decenas de calles y decenas de plazas cruzándose con cientos de personas. Ninguna era Eulogia. Bebió decenas de litros de zumo. Meó decenas de veces. Madrid era muy grande para encontrarla sin alguna pista, por pequeña que fuera. Se fue al parque del Retiro.

Dio de comer a las palomas, paseó por los alrededores del estanque, hundió una barca, hizo flexiones, hundió otra barca y finalmente se echó a dormir en el césped. Estaba cansado. Soñó que hundía todas las barcas. Sonreía.

Pasadas las siete de la tarde el cielo oscurecía sobre el Retiro. Tres desconocidos se acercaban a hurtadillas al árbol sobre cuyo tronco reposaba el hombre de los patucos morados. Malas intenciones equivalían a un futuro negro para ellos. No lo sabían.

Uno de los desconocidos intentó abrir el bolsillo de la cazadora del hombre de la sombra larga. Con una soltura adquirida en años de experiencia, deslizó la mano sutilmente hasta agarrar la cremallera. La mano del dueño reposaba muy cerca y un movimiento en falso podría despertarle. No tenían miedo, eran tres. Los dos compinches aguardaban unos metros detrás por si hiciera falta actuar con mayor dureza. Movimiento en falso. Tragedia.

Ambos huyeron despavoridos dejando al carterista solo ante el peligro, o lo que era peor, solo ante lo morado. Un pato de goma con pico de aluminio había atravesado la mano del delincuente dejándola anclada al suelo. Una perforación limpia. Más de treinta centímetros de metal estaban bajo tierra haciendo sufrir al carterista en cada intento de escape. El hombre que parecía dormir, no dormía. El hombre que parecía presa fácil, no lo era. Los había visto merodear por los alrededores minutos antes. Estaba alerta. Con la mano clavada al suelo, el cazador pasó a cazado y el hombre de los patucos morados no perdonaba. Nunca lo hizo y ese día no iba a ser una excepción.

Lo último que vio en vida fue color morado. Fue la primera persona en Madrid, después de Eulogia, en tener problemas con Gerardo el terrible, el de los patucos, el que soñaba con hundir barcas.

Se preguntó a si mismo porqué una persona se jugaba la vida por una cartera. Se negó a contestar, en realidad le daba pena. Se cabreó. Se golpeó.

- ¿Por qué coño no te contestas? Imbécil –

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