viernes, 26 de agosto de 2011

EL hombre de los patucos morados - Parte VIII


La casa de Eulogia era como esperaban. Habitaciones, puertas, un cuarto de baño, mas puertas. Tenían buena intuición. No debían perder tiempo, también se hacía tarde para ellos. No sabían cuanto tardaría la propietaria en llegar. Buscaban una llave de color verde, una llave que les llevaría a la gloria o al mismísimo infierno.

Debían utilizar toda la tecnología a su alcance pero pusieron la casa patas arriba, a la vieja usanza. Sabían que no estaba bien y que podría traerles problemas pero no podían hacer otra cosa. El tiempo apremiaba y el premio dependía del tiempo. La búsqueda era intensa pero parecía no dar frutos. Do, Re y Fa buscaban a una velocidad inusual, mas rápido de lo que ningún humano podría imaginar. De fondo sonaba una melodía – violín clásico-, nadie sabía la procedencia. En cuanto a la búsqueda: Nada, excepto un faisán común y corriente que se estaba duchando con gel de canela. No era su objetivo. Encontraron también siete ejemplares de silla común y alguna que otra baratija sin importancia.

Fa sacó su teléfono y pulsó la tecla B de babucha, quería hablar con el búfalo, el arma secreta. Hubo respuesta tras el tercer tono.

- Oye búfalo Tomás, ¿tú dónde guardarías una llave de vital importancia?


- En el fondo del mar, custodiada por una horda de cachalotes


- Mmmm… Vale, y si fueras la dueña de la casa, ¿dónde la guardarías?


- En el bolsillo, probablemente

- ¡Mierda! La lleva en el bolso

- Así es, pequeño gorrión, así es. Has aprendido una lección, una lección que te servirá para toda tu vida. Una mujer nunca guarda una llave en el fondo del mar, nunca… Animalitos… - suspiró resignado admirando su propio calzado-

Corrieron en busca de la llave. Todos menos el búfalo, que se montó en el vehículo y siguió con la mirada a los tres sin rostro. Se avecinaba una carrera contra el crono, una carrera contra el reloj, una carrera que deberían ganar.

Fa era quien más corría. Veloz como el viento y feo como una trucha ganaba metros con la agilidad digna de un guepardo. RE era algo más lento, no conseguía seguir el ritmo de su compañero pero daba la talla. Do era… Do. Había metido la cabeza por la ventanilla de un coche para robarlo y se había quedado atascado. Correr con la cabeza metida en un coche era difícil, incluso incomodo, pero aun así no se alejaba demasiado de sus compinches. Un Daewoo Matiz con cuerpo humano corría como alma que persigue el diablo por las calles de la capital cantando el himno del Atlético de Madrid a voz en grito. Los ocupantes del coche no podían hacer nada más que ponerse el cinturón de seguridad para no ser multados y esperar a que Do se detuviese. Era como un servicio de taxi con destino incierto. Gratis, eso sí. Eso era lo realmente importante. Se iban de excursión de manera gratuita, por la cara. Serían la envidia de sus vecinos cuando lo contasen.

Media hora más tarde, los tres sin rostro seguían dando vueltas a la manzana, corriendo como pollos sin cabeza, sobre todo en el caso de Do. Desde el asiento delantero de su vehículo, el búfalo Tomás observaba incrédulo a los tres corredores con la mente puesta en un detalle, en una pregunta que ahora mismo asaltaba su cerebro, llamando a la puerta a golpes, vociferando como Pedro Picapiedra vociferaba a Vilma: ¿Serían capaces de seguir corriendo en círculos dos o tres días si nadie les avisa?. Decidió comprobarlo, pero pasados veinte minutos se arrepintió. Un hombre serio en el trabajo no podía dejarse llevar por la curiosidad científica.

Una vez hubo desenfundado su GPS, impoluto como de costumbre, dio las instrucciones precisas a los tres perseguidores para que su rumbo fuera el correcto y Eulogia su destino final. Tuvo que elegir una ruta sin caminos estrechos para que Do pudiera trazar las curvas sin problema. El Matiz no es un coche grande, pero cuando uno lo lleva en la cabeza se hace difícil de controlar. – Ahora me gustaría cortarme el pelo con unas tijeras de juguete- pensó Tomás, mientras abría la puerta de su coche para unirse a la búsqueda. Con los ojos en la carretera y la mente en las tijeras de plástico, comenzó la persecución, una persecución que se presentaba como definitiva.

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